Mi
pelo enmarañado es una cadena que sostienen quien soy. Aunque
tengo muchas dudas, no pregunto, solo asiento. En una casa que nunca
he sentido como mía finjo ser feliz. Me dicen fea, rara, extraña y
yo siempre con la sonrisa puesta porque las chicas como yo solo
podemos asentir. Aquella que por primera vez osa romper esta
regla se encuentra sola, sin apoyos que puedan comprender que la
corona que lleva encima sigue ahí a la espera de ser descubierta.
Llamo
siguiendo las instrucciones de mi maestro, nadie contesta, parece que
no hay nadie al otro lado. Lo vuelvo a intentar y aparece una voz
cálida, dispuesta a resolver mis dudas. Me emociono y mis palabras
suenan precipitadas. Es necesario que entienda mi mensaje: <<¿De
dónde vengo? ¿Quién soy?>>. De pronto oigo respirar a mi
interlocutora, parece que ese trozo de hilo que nos une va más allá
de lo telefónico.
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La veo semana sí y semana también. Todavía recuerdo que nos conocimos siendo muy pequeñas, ella todavía no tenía uso de razón. Yo tenía nueve o diez años y ella dos, claro, es normal que no se acuerde de mí. Al verla después de tanto tiempo instantáneamente la reconocí, esos ojos cerúleos no se olvidan fácilmente.
Recuerdo a aquella pequeña bajita siempre con su madre, una persona que siempre priorizó el bienestar de su hija costase lo que costase. Del padre nunca supe nada, es muy probable que se desentendiera de ellas. Contaban sin amigos y familiares que pudieran apoyarles aquí en España. ¡Qué se le va a hacer! Una migrante sin apoyos es todavía más migrante en una época distinta a la de hora donde no había un extensivo colectivo. En esos tiempos todos nos conocíamos por el hecho de ser diferentes a la norma. Eran momentos difíciles para todos nosotros, habían barreras invisibles a los ojos de los demás que nos impedían crecer, evolucionar. Nuestro deseo era fuerte e intenso, pero éramos una extraña minoría.
En el caso de ellas, esto se cumplió a raja tabla. Solas, su madre aceptaba cualquier tipo de trabajo fuera de la índole que fuera. No le importaba con tal de que su hija tuviera qué comer y dónde dormir. Ver a la niña hoy convertida en mujer me recuerda siempre esto, como las ganas de progreso superaron cualquier tipo de obstáculo. Saber que finalmente aquellos esfuerzos titánicos tuvieron su recompensa: una hija sana, educada y humilde. Creo que nunca podré expresarle mi alegría por que esté bien, por que haya salido adelante. Ella era una enana cuando su madre peor lo estaba pasando y, en parte, me alegro porque es posible que nunca sea consciente de lo que su madre tuvo que hacer para sacarla adelante.
A veces me entran ganas de saludarla efusivamente por su nombre y decirle que me alegro de que todo le vaya bien, pero para mí sería imposible dirigirle la palabra sin hacer mención a su pasado. Además para ella sería simplemente una extraña, ni siquiero recuerdo el nombre de su madre. Se trata de un sentimiento que cada semana me invade, pero lo freno para que no salga a la luz. La primera generación de niños nacidos de padres inmigrantes (por no llamarles valientes). Probablemente desconocemos muchas cosas de nuestros padres y pensamos que sus vidas hasta llegar a hoy han sido difíciles, pero ¿realmente sabemos hasta qué punto?
Mientras
se vestía se detuvo un momento ante el espejo. Inspeccionó primero
su cara, aquella que tantos complejos le había causado de jovencita,
y continuó con su frondosa y extensa cabellera. Esta, de color
azabache, era fiel reflejo de su carácter tenaz, intenso e indomable
y se escondía agazapada tras una suave tela colorida de algodón. Lo
que nadie sabía es lo que ha estado escondiendo tras ese fino velo
hecho arcoíris: miedos, timideces y vergüenzas transformadas
hoy en libertad y belleza.
Fotografia de @vander
Fotografia de @vander
Las
páginas de este libro se escribieron antes de tiempo.
Nadie sabe cómo ha sido, pero ya está aquí. Sus páginas en blanco
ya son historia. Se tiñeron de un color negruzco, sin perder nunca
aquel fondo amarillento que las caracterizaba. La idea nació
de un momento de inspiración, de la pasión por las letras y un
sin fin de ganas por plasmarla. De ahí surgió el amor por las cosas
bien hechas y bien estructuradas que la literatura genera por ahí
sin descubrir.
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Sentado
frente al balcón está intentado hacer borrón y cuenta
nueva. Hace balance de lo bueno y lo malo, de aquellas experiencias
aprendidas a base de lecciones que fueron algún día heridas. Su
brújula interior le marca el sentido de sus actos hacia un norte que
parece ser su menor preocupación. Perdido entre tanta
información busca en su mapa aquella estrella que le haga vivir una
experiencia inolvidable.
El cielo se había nublado anunciando una borrasca intensa de color atardecer difícil de olvidar. Llovió y llovió sin que pudiéramos hacer nada por poner nuestro rebaño a salvo. Así, a la intemperie, durmieron aquella noche bajo una tormenta que dejó paso a un escenario estrellado sin igual. Hay un dicho en nuestro pueblo que dice que tras una noche como esa siempre llegarán buenas noticias.
Tras
el cacareo del gallo todos nosotros nos ponemos en marcha, nos
desperezamos y tomamos un buen desayuno a base de arroz y pescado
frito. En estos lugares desayunar es una oportunidad que no se deja
escapar. Una vez lista, me puse mi mejor vestido y ataviada con un
sombrero y un paraguas para protegerme del sol, salí de casa en
dirección al mercado. Allí tendría que coger sitio y esperar a que
mi padre trajera la cosecha de estos últimos días. La colocaría de
forma atractiva para que los clientes al pasar delante de ella le
parecieran irresistibles y me compraran lo suficiente para traer un
buen dinero a casa. Esos días me sentía útil y toda la familia me
felicitaba (como si el mérito fuera mío y no de las frutas y
verduras).
Todo
parecía presagiar un nuevo día de éxito en el mercado, estaba
repleto de gente, desesperada por comprar algo ya que el día
anterior, con la lluvia, no pudieron hacer acopio de alimentos. De
golpe, se empezaron a oir murmuros al final de la calle y no parecía
desaparecer, es más, poco a poco los oía cada vez más cerca. El
ruido iba acompañado de gente que rodeaba a un individuo que
sobresalía por encima de la multitud. Era alto y blanco como el
marfil y lucía una gorra que decía USA. Raramente se veía
un americano por estos lugares, desaparecieron tras la independencia
y todos volvieron a su país. Era como alguna vez me contaron los que
eran como él: piel clara y fina, ojos despiertos y altos, muy muy
altos. Llevaba un mapa en la mano ya que aquí los móviles no sirven
de mucho. Gritaba entre la multitud señalando un punto en el mapa,
pero nadie le hacía caso, nadie hablaba su idioma.
La
masa de gente lo llevaba casi en volandas y al pasar frente a mí se
detuvo. Abrieron ese círculo que habían creado y todos me señalaban
entre murmuros. Con ese gesto el extranjero entendió que debía
preguntarme a mí. Estaba sentada en el suelo por lo que hice el
gesto de incorporarme, pero no hizo falta ya que él se agachó
mostrándome el mapa. En él había una zona rodeada por un círculo
hecho con rotulador. Señalaba un santuario que fue destruido por los
americanos al llegar aquí. Desconocía por qué aquel chico de
mirada ingenua quería llegar hasta ese lugar, pero todos los
habitantes del lugar sabíamos que ya no existía, que se había
plantado en su lugar medio centenar de árboles de tamarindo en
recuerdo a las vidas que se perdieron.
En
mi escaso inglés le conté que el templo ya no estaba y que solo
habían árboles allí. Ya nada era digno de visitar. Él entre
súplicas me dijo que necesitaba visitar ese templo porque allí
estaba su padre y me mostró una cadena con un par de chapas
militares. Parecía ser que su padre había muerto en aquel conflicto
que todavía los habitantes del pueblo nunca logramos comprender.
Allí donde había paz irrumpieron unos soldados sedientos de odio,
pero únicamente encontraron resistencia y fe. Ahora, después de
tantos años, la herencia de aquella pesadilla venía a visitarnos en
busca de respuestas. Lo que nunca supo es que el templo fue
sustituido por una naturaleza que nunca olvida de dónde somos y para
qué hemos venido.
El
camino más largo empezó aquí. Hace nueve años las personas de
esta ciudad tuvieron que adaptarse a la tecnología de los más
dominantes o morir junto con sus tradiciones ancestrales. Una vez
realizada la transición uno se convierte en otra persona: vive el
presente y olvida el pasado. En un lugar recóndito, nace una niña
capaz de hacer temblar los cimientos de la civilización. Ella es el
defecto en un sistema perfecto esperando descubrir por qué ha venido
a este mundo.
Abrí la puerta tal y como me dijo que hiciera. Tras ella se encontraba un universo alternativo. Sus calles estaban totalmente invertidas. En el suelo estaba el cielo y en su lugar habitual estaban los edificios. Mis ruidosos andares se contrarrestaban con las de aquellos diminutos seres que, sin querer, se habían convertido en mis compañeros de aventura. Ellos me ayudarían a encontrar a mi padre en un ejercicio de poder revertir su muerte también.
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Érase
una vez una naranja
que siempre imaginó ser rey sol.
Llegó a cortarse al alba
con un cuchillo para
eliminar esa piel indeseable y parecerse más al astro, pero no
funcionó. Por aquel entonces la canción
del verano ya
no se la dedicaban a él,
sino a la luna
y es cuando decidió ser
reina. Era
mucho más fácil deshacerse de unos
cuantos gajos.
Todo
empezó cuando oí aquel grito. Me despertó de aquel dulce sueño
que estaba viviendo. No me lo podía creer, por primera vez en mucho
tiempo, aunque fuera inconscientemente, rememoraba mi libertad:
corría, montaba en bici y cantaba. ¡Qué bellos recuerdos de una
infancia fugaz! Destruida por aquellos que quieren hacernos
enmudecer. Aquel grito me devolvía a la realidad, una que tantas
veces he querido poner fin, pero por aquellos que protestan, sigo
aquí.
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Aquí
seguro que encontrarían nuevas tierras que colonizar. Con los
pasos mojados se adentrarían en el interior de la selva espesa y
oscura. Desoyeron las voces que a lo lejos les llamaron para
volver al bote. Su afán por querer más les convirtió en seres
despiadados. Varios kilómetros más adentro les esperaban unos seres
bajitos y oscuros a los que más adelante les llamarían negritos.
Un enfrentamiento fatídico
se precipitó con la llegada de estos visitantes que no comprendía
sobre bandos, sino únicamente sobre supervivencia en un terreno
inhóspito.
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Se
escucha el eco de un grito. Una a una, las casas a lo largo de la
calle se van apagando, se quedan a oscuras. Mi casa es la siguiente.
Los aullidos de los
perros me alertan. Lentamente, unos pasos se aproximan hacia mí. No
veo nada, solo oigo ese ritmo que recorta distancia. Ha llegado la
hora. Mi alter ego viene en
mi busca. Intento dirigirme a la última puerta que me separa del
exterior. No lo consigo, su mano
abierta
me atrapa. La
posa sobre mi hombro y me
clava su puñal
en la sien. Un dolor intenso recorre mi cuerpo (piernas, barriga,
pecho, brazos...). Ese ser que niego con todas mis fuerzas, pero que
indudablemente conforma mi otra mitad, ya está aquí. La
transformación está completada: mirada ausente, corazón roto,
cuerpo frágil.
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La
veo acostada, tranquila bajo aquellos árboles. Su lucha ya no
tiene causa y se prepara para su leve despedida. Como gran
señora que es, hace memoria de todas aquellas otras que como
ella pelearon contra este u otro tipo de desigualdad, aunque su
objetivo no era más que hacerlo desaparecer, como si de magia se
tratara. Gracias a ella puedo decir bien alto que no conozco la
palabra de la cual era abanderada. Consiguió su objetivo: aquello
que llamaban feminismo desapareció para todas nosotras.
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Recuerdo
aquellas noches estrelladas en las que tú me mirabas. El toque de
queda marcaba nuestros encuentros. Cuando eso sucedía era
sorprendente la forma en que te escabullías de la policía y
me dejabas con ganas de más. La última noche que te vi únicamente
pude divisar tu alargada sombra, seguida por dos oficiales y varios
disparos ensordecedores que te bañaron en pétalos rojos. ¡Qué
pena que un juego de niños se volviera de adultos tan deprisa!
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No
quería entrar allí, me daba miedo el hecho de estar a oscuras, no
comprender lo que había a mi alrededor. Al final del túnel había
una pequeña luz, hacia ese punto mi mirada se dirigió.
—Adelante,
no tengas miedo. Estás a nada de conseguirlo —voces
y más voces se acumulaban en mi cabeza. Los podía divisar, eran
personas conocidas para mi subconsciente. Debí cruzármelos alguna
vez. Vagamente los empiezo a recordar, pero no forman parte de mi
punto de mira. Doy un paso hacia adelante. No pasa nada, parece estar
todo bajo control. Me confío y doy otro más. ¿Qué me está
pasando? Una leve fuerza me empuja más allá de mi voluntad a
continuar hasta la extenuación. Nada parece indicar que vaya a
volver a ser como antes.
Dos,
tres, cuatro pasos doy y más me acerco a esa luz que me atrae y
confunde. ¿Es posible volver atrás? La humedad se siente y no
parece que esto vaya a acabar bien. De golpe, oigo un repicar en mi
corazón, alguien tira de mí con todas sus fuerzas. Empiezo a
recobrar la conciencia, pero ¿dónde estoy?
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En una pequeña aldea cercana a Santa María vivía Mirta. Allí su vida era tranquila, no había mucho que hacer ahora que era época seca. Ya todo se había hecho con anterioridad: sembrar, cuidar la tierra y recoger los frutos de la cosecha. Ese año había sido muy fructífero, tanto que su familia decidió vender una parte de ella. Con ese dinero podían comprar pequeños caprichos que en épocas más difíciles eran fáciles de desear, pero imposibles de complacer.
Lo
que más le gustaba a Mirta era sobre todo ayudar a su padre en la
pesca. Pasar horas con él en la pequeña barca que habían
construido con sus manos. Ese barco que tanto su madre como ella
ayudaron a pintar con decoraciones que llamaban a los buenos
espíritus y alejaban a los malos, a los indeseables y, en general, a
la mala suerte. Su familia siempre respetó el mar, aquel medio que
les daba de comer día sí y día también.
Por
desgracia un día de pesca su padre se encontraba mal y prefirió
descansar en casa y dejar que ella realizara esa ardua labor:
—Ten
cuidado cuando salgas a faenar. Ahí fuera hay peces muy grandes y
sabes que es peligroso subestimar los enemigos del mar.
—Claro
que sí, sabes que siempre tomo precauciones y que en cuanto se
avecinan problemas
me retiro —Mirta
se sabía de memoria ese
discurso.
Hacía tiempo que su
padre no gozaba de buena
salud. Ella
ya sabía lo que tenía que hacer. De noche saldría
con su barca y sus redes y se adentraría a un centenar de metros de
la costa. Allí lanzaría su enorme red y encendería la luz de su
linterna que atraería a
los
peces—.
¡Ya
sé todas esas cosas tatang!
Una
vez la barca se
despegó
de la orilla,
se adentró en el inmenso espacio azul. Todo parecía ir bien, la luz
acercaba a los peces grandes y los pequeños, la red los dejaba
escapar. Mirta
pensaba en esos momentos de
trabajo
<<tatang se pondrá contento cuando vea todo lo que he
conseguido hoy>>.
De repente, tuvo la impresión de que una sombra más grande de lo
normal se había acercado a contraluz. Miró a su alrededor, pero era
de noche y era difícil divisar lo que sucedía. Cogió la linterna y
la
movió en todas direcciones para que iluminara
a su
alrededor. Sabía que había algo, pero no sabía el qué. Su cara se
iba descomponiendo a ratos, la incertidumbre le metía el miedo en
el cuerpo. De golpe vio que se acercaba una sombra, que parecía ser
la de un tiburón. Mirta
cogió su arpón con decisión. Sabía
que sólo tenía una oportunidad y que no debía malgastarla, así
que con fuerza deslizó el arma hacia el escualo. La fuerza
que impuso al artefacto lastimó su muñeca derecha, pero con
gran sorpresa descubrió una mancha oscura que alteraba
el agua del mar.
Tras
su increíble hazaña se sentía
capaz de todo, tanto que parecía que la soberbia se
había
apoderado de ella. Mirta llegó
a pensar <<ahora yo soy dios, yo decido quien vive y quien
muere>>.
Eso no gustó
para nada a los dioses que desde allí arriba vigilaban sus
movimientos. Tenían entendido que era una chica modélica. No
comprendían qué es lo que podía haberle sucedido para tener esa
actitud tan altiva. Los dioses decidieron darle un escarmiento que
marcaría de por vida su destino y el de su descendencia.
Pensaron
que lo mejor era lanzarle un rayo desde allí arriba que le diera una
buena lección. El proyectil alcanzó su espalda y la chica empezó a
tornar los ojos. Un
escalofrío de calor recorrió su organismo, pero no la mató. Solo
era un aviso, querían
hacerle entender que los actos de superioridad se pagan caros en la
aldea.
La
barca surcó a la deriva durante varios días hasta que finalmente
alcanzó las costas del pueblo de nuevo. Mirta estaba todavía en él
inconsciente. Los niños que jugaban en la orilla reconocieron la
embarcación. Sabían que pertenecía
a la familia de la joven desaparecida que ya todos daban por muerta.
Varios hombres fueron en su busca y la llevaron en brazos hasta su
casa. Mirta temblaba esperando que alguien pudiera remediar el
maleficio que había sufrido.
El
calvario duró un mes entero sin tregua. Sus padres sabían que
respondía a los estímulos que ellos le brindaban y que cada vez
estaba más cerca su recuperación. Los dioses decidieron que el
escarmiento había sido suficiente para la joven. Uno
de ellos, Kaptan, se le apareció en sueños:
—Mirta,
¡despierta!
Ya
no tienes nada que temer.
Tu
sufrimiento ha acabado. Queríamos darte una lección. Los dioses
siempre serán dioses y si esto es así es gracias a vosotros.
Ahora
puedes volver con los tuyos —sus palabras sonaron contundentes pero
efectivas: Mirta despertó de su largo letargo, pero se percató que
el color de su piel había cambiado. Ya no era blanca y reluciente,
sino oscura de color atardecer.
Parecía que el dios Kaptan la dejó marcada para siempre: tanto ella como su futura descendencia tendrían este bello color para siempre. Es por eso que cuando alguno de sus tataranietos se preguntaban por qué tenían esa tonalidad de piel se rememoraba esta preciosa leyenda de la matriarca del clan inmortal.
Parecía que el dios Kaptan la dejó marcada para siempre: tanto ella como su futura descendencia tendrían este bello color para siempre. Es por eso que cuando alguno de sus tataranietos se preguntaban por qué tenían esa tonalidad de piel se rememoraba esta preciosa leyenda de la matriarca del clan inmortal.
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La niña agarraba la borla bajo la atenta mirada de su padre.
—¡Ahora! —con prisa se apresuraba a indicarle el momento en que debía lanzarla al vuelo, pero la cometa no conseguía despegar.
—¡Ahora! —volvió a repetir unas cuatro veces más. Todo parecía ser en balde así que tendrían que dejarlo para otro día.
Observaba con atención los movimientos de su hija cuando de pronto la cometa se convirtió en un astro fugaz que se le había escapado de las manos. Había cobrado vida y ahora subía y bajaba el extenso cielo azul hasta perderla de vista. El escenario oscureció y el objeto cobró luz poco a poco hasta alejarse en el infinito.
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Las
represalias del diablo
parece que están surgiendo efecto. No es justo,
no soy capaz de dormir ni
cinco horas seguidas. Encima,
el tiempo de
hoy no acompaña. Noto que rozan en mi ventana gotas de agua que una
a una forman una especie de aguacero en mi pensamiento. ¿Cómo puedo
escapar de este embrujo? Música sin sentido se
apodera de mi memoria en un intento de dulcificar lo que fui, pero
todo parece en vano en un mundo en el que tú y yo solo somos una
mera estadística.
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