El cielo se había nublado anunciando una borrasca intensa de color atardecer difícil de olvidar. Llovió y llovió sin que pudiéramos hacer nada por poner nuestro rebaño a salvo. Así, a la intemperie, durmieron aquella noche bajo una tormenta que dejó paso a un escenario estrellado sin igual. Hay un dicho en nuestro pueblo que dice que tras una noche como esa siempre llegarán buenas noticias.
Tras
el cacareo del gallo todos nosotros nos ponemos en marcha, nos
desperezamos y tomamos un buen desayuno a base de arroz y pescado
frito. En estos lugares desayunar es una oportunidad que no se deja
escapar. Una vez lista, me puse mi mejor vestido y ataviada con un
sombrero y un paraguas para protegerme del sol, salí de casa en
dirección al mercado. Allí tendría que coger sitio y esperar a que
mi padre trajera la cosecha de estos últimos días. La colocaría de
forma atractiva para que los clientes al pasar delante de ella le
parecieran irresistibles y me compraran lo suficiente para traer un
buen dinero a casa. Esos días me sentía útil y toda la familia me
felicitaba (como si el mérito fuera mío y no de las frutas y
verduras).
Todo
parecía presagiar un nuevo día de éxito en el mercado, estaba
repleto de gente, desesperada por comprar algo ya que el día
anterior, con la lluvia, no pudieron hacer acopio de alimentos. De
golpe, se empezaron a oir murmuros al final de la calle y no parecía
desaparecer, es más, poco a poco los oía cada vez más cerca. El
ruido iba acompañado de gente que rodeaba a un individuo que
sobresalía por encima de la multitud. Era alto y blanco como el
marfil y lucía una gorra que decía USA. Raramente se veía
un americano por estos lugares, desaparecieron tras la independencia
y todos volvieron a su país. Era como alguna vez me contaron los que
eran como él: piel clara y fina, ojos despiertos y altos, muy muy
altos. Llevaba un mapa en la mano ya que aquí los móviles no sirven
de mucho. Gritaba entre la multitud señalando un punto en el mapa,
pero nadie le hacía caso, nadie hablaba su idioma.
La
masa de gente lo llevaba casi en volandas y al pasar frente a mí se
detuvo. Abrieron ese círculo que habían creado y todos me señalaban
entre murmuros. Con ese gesto el extranjero entendió que debía
preguntarme a mí. Estaba sentada en el suelo por lo que hice el
gesto de incorporarme, pero no hizo falta ya que él se agachó
mostrándome el mapa. En él había una zona rodeada por un círculo
hecho con rotulador. Señalaba un santuario que fue destruido por los
americanos al llegar aquí. Desconocía por qué aquel chico de
mirada ingenua quería llegar hasta ese lugar, pero todos los
habitantes del lugar sabíamos que ya no existía, que se había
plantado en su lugar medio centenar de árboles de tamarindo en
recuerdo a las vidas que se perdieron.
En
mi escaso inglés le conté que el templo ya no estaba y que solo
habían árboles allí. Ya nada era digno de visitar. Él entre
súplicas me dijo que necesitaba visitar ese templo porque allí
estaba su padre y me mostró una cadena con un par de chapas
militares. Parecía ser que su padre había muerto en aquel conflicto
que todavía los habitantes del pueblo nunca logramos comprender.
Allí donde había paz irrumpieron unos soldados sedientos de odio,
pero únicamente encontraron resistencia y fe. Ahora, después de
tantos años, la herencia de aquella pesadilla venía a visitarnos en
busca de respuestas. Lo que nunca supo es que el templo fue
sustituido por una naturaleza que nunca olvida de dónde somos y para
qué hemos venido.
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