Inmortal

Vista de una costa asiática con dos pequeños barcos pesqueros en la orilla.
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En una pequeña aldea cercana a Santa María vivía Mirta. Allí su vida era tranquila, no había mucho que hacer ahora que era época seca. Ya todo se había hecho con anterioridad: sembrar, cuidar la tierra y recoger los frutos de la cosecha. Ese año había sido muy fructífero, tanto que su familia decidió vender una parte de ella. Con ese dinero podían comprar pequeños caprichos que en épocas más difíciles eran fáciles de desear, pero imposibles de complacer.

Lo que más le gustaba a Mirta era sobre todo ayudar a su padre en la pesca. Pasar horas con él en la pequeña barca que habían construido con sus manos. Ese barco que tanto su madre como ella ayudaron a pintar con decoraciones que llamaban a los buenos espíritus y alejaban a los malos, a los indeseables y, en general, a la mala suerte. Su familia siempre respetó el mar, aquel medio que les daba de comer día sí y día también.

Por desgracia un día de pesca su padre se encontraba mal y prefirió descansar en casa y dejar que ella realizara esa ardua labor:

Ten cuidado cuando salgas a faenar. Ahí fuera hay peces muy grandes y sabes que es peligroso subestimar los enemigos del mar. 
Claro que sí, sabes que siempre tomo precauciones y que en cuanto se avecinan problemas me retiro —Mirta se sabía de memoria ese discurso. Hacía tiempo que su padre no gozaba de buena salud. Ella ya sabía lo que tenía que hacer. De noche saldría con su barca y sus redes y se adentraría a un centenar de metros de la costa. Allí lanzaría su enorme red y encendería la luz de su linterna que atraería a los peces—. ¡Ya sé todas esas cosas tatang!

Una vez la barca se despegó de la orilla, se adentró en el inmenso espacio azul. Todo parecía ir bien, la luz acercaba a los peces grandes y los pequeños, la red los dejaba escapar. Mirta pensaba en esos momentos de trabajo <<tatang se pondrá contento cuando vea todo lo que he conseguido hoy>>. De repente, tuvo la impresión de que una sombra más grande de lo normal se había acercado a contraluz. Miró a su alrededor, pero era de noche y era difícil divisar lo que sucedía. Cogió la linterna y la movió en todas direcciones para que iluminara a su alrededor. Sabía que había algo, pero no sabía el qué. Su cara se iba descomponiendo a ratos, la incertidumbre le metía el miedo en el cuerpo. De golpe vio que se acercaba una sombra, que parecía ser la de un tiburón. Mirta cogió su arpón con decisión. Sabía que sólo tenía una oportunidad y que no debía malgastarla, así que con fuerza deslizó el arma hacia el escualo. La fuerza que impuso al artefacto lastimó su muñeca derecha, pero con gran sorpresa descubrió una mancha oscura que alteraba el agua del mar.

Tras su increíble hazaña se sentía capaz de todo, tanto que parecía que la soberbia se había apoderado de ella. Mirta llegó a pensar <<ahora yo soy dios, yo decido quien vive y quien muere>>. Eso no gustó para nada a los dioses que desde allí arriba vigilaban sus movimientos. Tenían entendido que era una chica modélica. No comprendían qué es lo que podía haberle sucedido para tener esa actitud tan altiva. Los dioses decidieron darle un escarmiento que marcaría de por vida su destino y el de su descendencia.

Pensaron que lo mejor era lanzarle un rayo desde allí arriba que le diera una buena lección. El proyectil alcanzó su espalda y la chica empezó a tornar los ojos. Un escalofrío de calor recorrió su organismo, pero no la mató. Solo era un aviso, querían hacerle entender que los actos de superioridad se pagan caros en la aldea.

La barca surcó a la deriva durante varios días hasta que finalmente alcanzó las costas del pueblo de nuevo. Mirta estaba todavía en él inconsciente. Los niños que jugaban en la orilla reconocieron la embarcación. Sabían que pertenecía a la familia de la joven desaparecida que ya todos daban por muerta. Varios hombres fueron en su busca y la llevaron en brazos hasta su casa. Mirta temblaba esperando que alguien pudiera remediar el maleficio que había sufrido.

El calvario duró un mes entero sin tregua. Sus padres sabían que respondía a los estímulos que ellos le brindaban y que cada vez estaba más cerca su recuperación. Los dioses decidieron que el escarmiento había sido suficiente para la joven. Uno de ellos, Kaptan, se le apareció en sueños:

Mirta, ¡despierta! Ya no tienes nada que temer. Tu sufrimiento ha acabado. Queríamos darte una lección. Los dioses siempre serán dioses y si esto es así es gracias a vosotros. Ahora puedes volver con los tuyos —sus palabras sonaron contundentes pero efectivas: Mirta despertó de su largo letargo, pero se percató que el color de su piel había cambiado. Ya no era blanca y reluciente, sino oscura de color atardecer. 

Parecía que el dios Kaptan la dejó marcada para siempre: tanto ella como su futura descendencia tendrían este bello color para siempre. Es por eso que cuando alguno de sus tataranietos se preguntaban por qué tenían esa tonalidad de piel se rememoraba esta preciosa leyenda de la matriarca del clan inmortal.

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