La
ola de extraordinarias dimensiones azotó sin previo aviso la isla de
Zulú. Ni siquiera el centro metereológico de la capital se percató
de su paso por el archiliélago. Los centros de evacuación se saturaron con la llegada
de centenares de afectados que se agolpaban en sus puertas. Defender la
actuación de los barangay frente a la catástrofe era
imposible. Todos corrían sin saber a dónde ir y los animales eran
abandonados a su suerte. Cada uno se llevaba lo puesto y se
encomendaban a los nuevos y antiguos dioses (unos por imposición y
otros por tradición).
Al
final de una de las calles cercanas a la playa jugaban tres niñas
ajenas a la catástrofe y cantaban aquella canción que contagiaba a
cualquiera, pero que, en aquella situación, solo formaba parte del
placebo colectivo.
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