Un calor sofocante me bañaba en sudor tras a penas salir del aeropuerto. Ya nada me podía sorprender por hoy (o eso pensaba yo). Nunca antes había realizado un viaje tan largo. Veinte horas de vuelo efectivas constataban la dureza del recorrido hasta llegar a Filipinas. Mi corazón palpitaba como hacía tiempo que no lo hacía, un nerviosismo se apoderaba de mí consciente de que iba a conocer a personas que hasta ese momento sólo eran un mero nombre. Cuatro personas vinieron a recibirnos: un hermano y una hermana de mi madre, una sobrina y él hijo de esta. Se situaron en primera línea dejando atrás a una multitud que también esperaba reencontrarse con los suyos. Pude ver el cambio de expresión en sus caras al vernos a mi madre y a mí. Los cuatro y mi madre se enfundaron en un gran abrazo que todavía recuerdo como si fuera ayer.
Algo en mí decía que el
viaje había llegado a su final pero esa idea estaba muy lejos de la
realidad, todavía me quedaban 9 horas intensas de autobús hasta
finalmente llegar a Pidigan, el pueblo de mi madre. Era de noche por
lo que no podía apreciar mucho el recorrido, me daba la sensación
de que íbamos lentos aún siendo los únicos que circulábamos por
la carretera. En el camino tuve mi primer choque cultural: el autobús
hizo una parada en un local que contaba con servicio. Al entrar en el
primer lavabo libre que había cerré la puerta y me di cuenta que
podía ver a la gente que estaba allí fuera esperando su turno. Me
pregunté si podían verme a mí también. La altura de las puertas
era baja, ajustándose a los estándares filipinos. Claro, para mí,
que mido un metro sesenta y siete no estaban adaptados.
Nos bajamos sobre las 7
de la mañana en un cruce de dos carreteras con nuestras maletas y
allí nos esperaban dos vehículos llamados tricycle.
Eran motocicletas de poca cilindrada unidas
a unos sidecars de color verde bastante diminutos. Nos subimos a
ellos y continuamos el camino de apenas diez minutos.
Se pararon en una casa con tejado verde y en él habían varias
personas mirando con aire de curiosidad en la terraza. Todos ellos
eran de mi
familia. No podía creer que hubiera tanta gente allí esperándonos.
Me senté en los bancos que habían allí, pensando que habíamos
estado viajando un día y medio para ver esas caras que hasta el
momento no conocía.
Ahora tocaba aprender sus nombres y conocer el vínculo que me unía
a ellos: el saber por qué todos decían apellidarse Palino. La tarea
era ardua ya que a parte de nombre todos tenían uno
o varios apodos
que dificultaba mi comunicación con ellos.
Partía
a priori con la ventaja de conocer la cocina del país y tenía
curiosidad también
por
comer cosas nuevas. Las
excursiones que realicé con mis primos adolescentes fueron un gran
descubrimiento para mí. Conocer los vastos y fértiles terrenos de
la zona sin protecciones que delimiten el terreno de uno y de otro
fue una maravilla. Árboles verdes y floridos aliviaban el camino del
calor sofocante y nos servían de alimento. Recogíamos mangos, cocos
y semillas que consumíamos al momento o que guardábamos para el
almuerzo o la cena, pero también obteníamos refrescos y meryendas
de los vecinos de la zona que nos brindaban su hospitalidad más
absoluta incluso cuando no tenían casi nada que ofrecer. Envidio su
forma de vida, su amor y respeto por la naturaleza y su dualidad de
creencias que incluyen el cristianismo más acérrimo y
la beneración por los espíritus que habitan sus bosques.
La
persona que más ilusión me hacía conocer era mi abuela quien no
sabía que sufría de cataratas. Los médicos le recomendaron que por
su avanzada edad era
mejor que no se operara. Sabía que no podía comunicarme con ella ya
que no conocía el ilocano, pero no sobraron gestos para demostrarme
que podíamos comunicarnos con más o menos facilidad. Se tratan de
momentos tiernos que nunca olvidaré ya que únicamente la conocía
de fotografías que mi madre guardaba celosamente. Ella
únicamente me pidió un favor y era que le comprara las gotas para
la vista. Yo, con mucho gusto, le compré para
varios meses, así
no tendría que estar por un
tiempo con la preocupación de que alguien fuera
a buscarlas.
Su alegría fue enorme al ver
el montón de potes que le había comprado, parecía una niña
pequeña con zapatos nuevos. Fueron
momentos como aquellos los que hacen que me emocione todavía ahora
al pensar que
mi viaje no sólo era físico sino también interior, en búsqueda de
mis orígenes, en búsqueda
de saber quién soy.
Obtuve
multitud de respuestas respecto a por qué soy distinta a los demás
y a lo bonito de serlo, en lo rica que soy por tener otra educación
además de la española.
Aprendí lo esencial de las cosas, el amor por las cosas simples y
sencillas que llegan hasta lo más profundo del corazón y
el valor de la familia como
nunca había sentido. Llegué
a la conclusión que formaba parte de una mayúscula prole
en la que hasta el conductor de un autobús cualquiera también podía
ser familiar mío.
Para los Palino no existe el
rol de un único padre, madre, primo o hermano. Allí todos éramos
susceptibles de convertirnos en padres o madres por un día de
pequeñines de apenas cinco meses, o primos de desconocidos que
visitaban, comían e incluso dormían en casa. Tenías la sensación
de que
a lo largo de la carretera que lleva a las
localidades de San Isidro,
Peñarrubia y Villaviciosa
todos eran o tenían en parte nuestra
sangre. Cualquier persona de
la calle podía saludarte y preguntarte «hola,
¿qué tal estás? ».
El sentido de comunidad existía allí en su mayor expresión, la
colaboración entre vecinos era evidente. Les envidié
por lo poco que tenían
y lo ricos que eran
a nivel de valores, aunque ellos piensen que lo importante es tener
dinero, como ven en las películas
y telenovelas. Ellos no saben
que ellos son los verdaderos afortunados.
- Este relato corresponde a la narración en la que trabajaré durante todo este mes en el marco del curso online titulado Escritura Creativa: Los Fundamentos de la narración de la UNED.
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