Magallanes
y su amor por la navegación y la exploración de nuevos mundos lo
llevaron a intentar la primera circunnavergación a la Tierra. Tenía
claro que no iba a ser tarea fácil sobre todo por los peligros que
le esperaban en cada rincón del planeta. Después de un par de años
de años de travesía por América decidió proseguir su viaje tras
su paso por el Río de la Plata y por un estrecho que acabaría
teniendo su nombre. Pasaron meses en los que el hambre, la
desesperación y las enfermedades eran el pan de cada día. Tras
cruzar el estrecho de Magallanes llegaron al océano Pacífico,
nombre que le otorgaron tras comprobar que la mar era muchísimo más
calmada que la de Atlántico. Llegaron a las diminutas islas de Guam
y descubrieron la hospitalidad de sus habitantes. Allí pudieron
coger fuerzas y aprovisionarse de alimentos que les ayudarían a
proseguir la aventura.
Prosiguieron
con el viaje durante varios días hasta llegar a la isla de Mactán.
No podían creer lo que veían: una infinita playa de arena blanca
cubría el agua verdoso y azulado. Tal estampa les hacía pensar que
se encontraban en el paraíso. Pronto fueron avistados por los
habitantes del lugar y estos les dieron una cálida bienvenida con
flores y comida típica. Fernando y sus navegantes se sentían
abrumados ante tanta hospitalidad pero aceptaron de buen agrado sus
obsequios, llevaban días sin tener algo que meterse en la boca por
lo que cualquier manjar, por extraño que fuera, era bien recibido.
Tuvieron
audiencia con Lapu-Lapu, el califa que velaba por la seguridad de
esas tierras. Les recibió con una reverencia y les preguntó cómo
habían llegado a sus playas. Magallanes le contó que venían de más
allá del océano Pacífico, de otras tierras inimaginables y que
viajaban por orden de la corona española. Su cometido era otorgar a
España nuevas rutas de navegación para poder competir con las rutas
portuguesas y evitar así pagar altos precios por circular por esos
itinerarios. Le explicó también que recibía gran apoyo por parte
de la iglesia católica por lo que a cambio su cometido era difundir
el mensaje de Dios como ya lo había hecho en el continente
americano.
Lapu-Lapu tras escuchar sus intenciones vio con buenos ojos que esos
hombres de tierras lejanas se instalaran por un tiempo en la isla,
pero que vivieran como uno más de sus habitantes. Magallanes aceptó
a regañadientes el ofrecimiento, se alejaba de los planes que tenía
previstos para el precioso enclave. Durante semanas ayudaron en los
quehaceres de la comunidad, cazaron, cultivaron y pescaron para poder
alimentarse y durmieron bajo la luz de la luna y sus estrellas.
Lo
que nunca pudieron aceptar los marineros era venerar a Alá, eso
iba contra sus principios. El califa, al ver que tenían ciertas
reticencias a compartir el mismo Dios, pensó que podría intentar
hacerles ver que habían muchos puntos que les acercaban ¿pero cómo
podía abrirles los ojos? ¿Cómo podía ayudar a crear un mejor
ambiente entre sus ciudadanos y esos visitantes de piel tan
blanca?
Decidió
que la mejor opción sería ser él mismo el ciudadano ejemplar. Se
pondría en la piel de Magallanes y conocería su religión y, tras
una breve incursión, le explicaría a Fernando los valores que
realmente les unían. Magallanes al descubrir
su feroz empeño pensó que él también podría aprender qué era
eso del islam y así entender por qué
la iglesia estaba tan
empeñada en evangelizar. Tras un mes y medio intenso de intercambio
decidieron poner en común sus conclusiones: coincidían en que había
un ente por encima de ellos que dirigía sus destinos, que debían
cuidar su relación con él a diario y que todos los actos que
realizaban debían estar capitaneados por el amor.
El
año que pasó Magallanes en Mactán le convirtió en un hombre nuevo
y a sus tripulantes también. Muchos de ellos formaron una pequeña
familia mestiza y se quedaron de por vida en el paraíso terrenal.
Otros, como Magallanes, hizaron las velas y partieron rumbo a España
llenos de conocimientos que les hicieron sentir ricos en espíritu.
La relación entre ambos líderes perduró en el tiempo de tal manera
que los habitantes de la isla estaban convencidos de que ambos nunca
habían muerto, sino que se habían convertido en estatuas gracias a
esa fantástica amistad. Se creía que la estatua el portugués
estaba en su ciudad natal mientras que el del filipino estaba junto a
la orilla, siempre velando por sus ciudadanos.