Un día de muerte

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¡Toc toc!—Ahí está de nuevo la pesada de mi madre, una noche más, despertándome. ¿Se cree que no he oído el aullido del lobo?

Ya voy...—el ritual siempre es el mismo. Se impacienta y sacude mi lápida (como si eso fuera a reanimarme).

¿No vas a trabajar? Vas a llegar tarde.

Me levanto de mi ataúd y saco a airear mis harapos. Cada vez que me los pongo de nuevo se descomponen más y más. Es luna llena y antes de empezar la noche me llevo a la boca unos cuantos gusanos. De tanto en tanto alguna cucaracha voladora se cruza en mi camino y la muerdo al vuelo. Tengo suerte, mi madre se ha levantado de buen humor y me ha preparado un delicioso puré de patata podrida con un bistec gourmet (ella lo llama de vaca loca). Otros días tengo que buscarme la vida y pedir al enterrador que me prepare un trozo de gato al ajillo.

Utilizo el coche fúnebre de mi padre para llegar al trabajo. Voy a tal velocidad que los vecinos me piden que vaya más lenta. A veces me comentan eso de que <<parece que quiera irme al otro barrio>>. ¡Qué horror! ¡Sólo pensarlo me produce escalofríos!

Antes de salir del cementerio cuido mi imagen para que los demás no me vean alegre y positiva. Me echo grandes cantidades de musgo para revitalizar mis pieles muertas y baba de caracol para mantener la piel arrugada e inexpresiva. Soy maquilladora y trabajo en la morgue. Tengo mi propio despacho que cuenta con una pequeña lámpara que emite una luz de color verdoso, una camilla donde se reclinan mis clientes y una silla sin respaldo. Cada día recibo la visita de aproximadamente cinco cadáveres que han pasado a mejor vida, es decir, a mi realidad. Espíritus bonachones me los traen a la consulta y los dejo presentables para su último adiós. A menudo el nuevo cliente que me visita me mira mal y algo confuso, tanto que no sabe qué hace aquí, pero finalmente se deja llevar por mis consejos y le preparo para su último adiós.

Por suerte no todo es trabajo así que me reúno con mis amigas escritoras. ¡Ellas sí saben lo que es que se les reconozca por su trabajo! Los epitafios más vendidos son obra de ellas y la gente se muere por verlas. Un par o tres días a la semana también dedico mi tiempo a la práctica del deporte como forma de mantener activos mis huesos (sin una rotura fibrilar no hay forma de que me sienta bien por dentro y por fuera).

Suelo llegar a casa sobre las cinco de la mañana por lo que no me queda mucho tiempo para cenar y ponerme al día de la actualidad leyendo las esquelas. En ese momento es cuando me doy cuenta de que las maneras de morir cada vez son más inverosímiles. Cada noche con esta indignación y otras me marcho a la tumba pensando que hay que saborear la muerte poco a poco porque puede que algún día alguien me reavive y me deje viviendo en la gloria.

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