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Por fin la Segunda Guerra Mundial había acabado. Serge no podía recibir con más alegría tan buena noticia. Para él significaba la vuelta a casa, a su amada Brazzaville. Como él, muchos habían sido reclutados en su localidad natal para apoyar al ejército francés en la Segunda Gran Guerra. Tenían la esperanza que, al volver a beber las aguas del río Congo, serían recibidos por sus vecinos como verdaderos héroes de guerra.
Eso sí antes de dejar París, Serge compró una serie de objetos que a partir de aquel instante formarían parte de su ser. Adquirió los más distinguidos trajes de los mejores ateliers de la ciudad de la luz, como si quisiera convertirse en un gentleman, todo eso sin olvidarse de comprar el calzado más codiciado del momento: un par de Westons bien lustrosos de la talla 43.
Así fue como llegó vestido a su ciudad donde le esperaban sus familiares para fundirse en un gran abrazo.
- ¿Vuelves de la guerra o de un desfile de alta costura? - le preguntó su padre sorprendido por el atuendo pintoresco de su hijo.
- Bien sabes que la guerra es un tema espinoso y, al acabar ésta, decidí darme un homenaje. ¿ Qué te parece?
- Pues que estás ridículo - respondió su madre, preocupada por si su vestimenta no había sido lo único que había cambiado en él.
En parte su madre, Madeleine, no iba mal encaminada. Ya no era el Serge que dejó la viva Brazzaville para combatir con la gran metrópoli, ahora era un joven victorioso y empapado de conocimiento de cómo ser un monsieur parisino. Ansiaba con todas sus fuerzas poder impregnar su ciudad del gran savoir faire francés. ¿Pero entenderían todos el por qué? - se preguntaba a menudo. Sabía que todo dependía de cómo defendiera su idea y decidió que la mejor opción sería poner en práctica su nueva filosofía de vida.
De esta forma es como empezó a deambular por las calles el pimer dandy de Brazzaville. Pasaba horas y horas delante del espejo, todo para vestir como un pincel. En todos y cada uno de sus atuendos nunca faltaban sus Westons, que simbolizarían su nuevo estatus de ciudadano ajeno a los dolores de su país. Vestía los mejores trajes franceses de la época, añadía siempre aquel toque de color que siempre ha caracterizado a la cultura africana. De esta manera, los negros y azules se entremezclaban con los alegres amarillos, naranjas y rosas.
No era de extrañar que sus vecinos le rebautizaran con el nombre de Monsieur Serge. A todos les sorprendía que un hermano quisiera vestirse como aquellos blancos que solo saqueaban el país.
- ¿Vistes así para sentirte superior a los demás? - le preguntaban sus vecinos a menudo. No hay que olvidar que Serge vivía en una casa sin luz ni agua corriente y que carecía de un trabajo estable.
- ¡Claro que no! - respondía Serge. Lo hago porque me hace sentir orgulloso de ser quien soy. Para mí, mi forma de vestir es mi medalla de guerra y, como tal, la exhibo con mucha dignidad.
Únicamente gozaba de un pequeño privilegio derivado de haber trabajado como funcionario durante algunos años antes de que empezara la guerra. El gobierno le concedía préstamos con los que poder pagarse sus extravagantes atuendos, pero ¿dónde tenían cabida formar una familia y tener solvencia económica?
Todos sus problemas dejaron de ser un dolor de cabeza el día que visitó la ciudad vecina, la capital, Kinshasha, donde vio que habían muchos más como él y que, sorprendentemente habían creado el movimiento de La Sape (Societé des Ambianceurs et de Personnes Élegantes), es decir, una sociedad en la que el culto a la apariencia y ser un caballero eran sus máximas premisas.